Hay gente con la que la vida se ensaña, gente que
no tiene una mala racha sino una continua sucesión de tormentas. Casi siempre
esa gente se vuelve lacrimosa. Cuando alguien la encuentra, se pone a contar
sus desgracias, hasta que otra de sus desgracias acaba siendo que nadie quiere
encontrársela.
Esto último no le pasó nunca a la tía Ofelia,
porque a la tía Ofelia la vida la cercó varias veces con su arbitrariedad y sus
infortunios, pero ella jamás abrumó a nadie con la historia de sus pesares.
Dicen que fueron muchos, pero ni siquiera se sabe cuántos, y menos las causas,
porque ella se encargó de borrarlos cada mañana del recuerdo ajeno.
Era una mujer de brazos fuertes y expresión
juguetona, tenía una risa clara y contagiosa que supo soltar siempre en el
momento adecuado. En cambio, nadie la vio llorar jamás.
A veces le dolían el aire y la tierra que pisaba,
el sol del amanecer, la cuenca de los ojos. Le dolían como un vértigo el
recuerdo, y como la peor amenaza, el futuro. Despertaba a media noche con la
certidumbre de que se partiría en dos, segura de que el dolor se la comería de
golpe. Pero apenas había luz para todos, ella se levantaba, se ponía la risa,
se acomodaba el brillo en las pestañas, y salía a encontrar a los demás como si
los pesares la hicieran flotar.
Nadie se atrevió a compadecerla nunca. Era tan
extravagante su fortaleza, que la gente empezó a buscarla para pedirle ayuda.
¿Cuál era su secreto? ¿Quién amparaba sus aflicciones? ¿De dónde sacaba el
talento que la mantenía erguida frente a las peores desgracias?
Un día le contó su secreto a una mujer joven cuya
pena parecía no tener remedio:
—Hay muchas maneras de dividir a los seres humanos
—le dijo—. Yo los divido entre los que se arrugan para arriba y los que se
arrugan para abajo, y quiero pertenecer a los primeros. Quiero que mi cara de
vieja no sea triste, quiero tener las arrugas de la risa y llevármelas conmigo
al otro mundo. Quién sabe lo que habrá que enfrentar allá.
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